Galende fumaba su pipa, echado en el sillón, con las piernas estiradas desde el batón hasta las pantuflas, mirándola. Sabía que si Amaranta se daba vuelta lo vería enamorado, lo sabía pero tenía fe en que no sucediera: no tenía que dejar de tocar el piano.
Una nota resbalaba sobre la anterior, llenando de gorriones los oscuros rulos de Galende.
Las manos de Amaranta besaban las teclas, que una tras otra se estremecían, caían y arrojaban placenteras los acordes de "Alfonsina y el mar". Ni un solo error en la interpretación, ni un desvío en los pensamientos de Galende, ni un solo ruido que le hiciera pensar en el mundo que seguía latiendo allá afuera.
Pensó en pararse y besarla, en acariciarle la espalda, en decirle que la quería, pero un sopor extraño le tapaba la boca, le dormía las piernas, le endurecía las manos.
Su amor se resumía a escucharla tocar. Podía cerrar los ojos y rozar sus manos, flotando desde el sillón hasta el piano, pero en la dura realidad estaba a 15 años luz de él.
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