jueves, marzo 05, 2015

Tiene muy poco sentido

Martín no sabe leer pero tampoco le interesa. Se ata los cordones de una zapatilla pero se deja los de la otra desatados, ansioso por ver el momento en que se emparejen. A veces alguien, hastiado de su desprolijidad, le ata los desatados. Entonces, cuando los atados se desatan, Martín recupera ese mágico desequilibrio que solo a él lo satisface.
Cada vez que sale a la calle, o mejor dicho abandona la casa, porque a veces se queda en la vereda, Martín saluda a cada miembro de su familia. No le teme a la vida diaria, no, no es que crea que es la última vez que los ve: simplemente aprovecha la fantástica excusa de salir a la calle (o abandonar la casa) para demostrarles a todos lo muchísimo que los quiere. A veces la abuela está dormida y él se va triste, porque hasta que no vuelva a entrar, la pobre no va a haber recibido el cariño que se merecía. Entonces Martín pasa el día entero preocupado por la abuela, comete errores tontos y dice cosas inexplicables. Pero eso sucede pocas veces: cuando logra saludar a todos en la casa, Martín es un modelo de alegría y compromiso, una de esas personas que la otra gente espera encontrarse en la calle para sentir, aunque sea por un ratito, que esta sociedad no está tan mal después de todo.

Años Luz

Ella tocaba el piano, sentada exactamente en el centro del banquillo, vestida de punta en blanco y con tenues dorados que se fundían entre sus suaves ondas rubias.
Galende fumaba su pipa, echado en el sillón, con las piernas estiradas desde el batón hasta las pantuflas, mirándola. Sabía que si Amaranta se daba vuelta lo vería enamorado, lo sabía pero tenía fe en que no sucediera: no tenía que dejar de tocar el piano.
Una nota resbalaba sobre la anterior, llenando de gorriones los oscuros rulos de Galende.
Las manos de Amaranta besaban las teclas, que una tras otra se estremecían, caían y arrojaban placenteras los acordes de "Alfonsina y el mar". Ni un solo error en la interpretación, ni un desvío en los pensamientos de Galende, ni un solo ruido que le hiciera pensar en el mundo que seguía latiendo allá afuera.
Pensó en pararse y besarla, en acariciarle la espalda, en decirle que la quería, pero un sopor extraño le tapaba la boca, le dormía las piernas, le endurecía las manos.
Su amor se resumía a escucharla tocar. Podía cerrar los ojos y rozar sus manos, flotando desde el sillón hasta el piano, pero en la dura realidad estaba a 15 años luz de él.